El populismo de los informales
El populismo de Pedro Castillo plantea líneas divisorias claras entre ricos y pobres, pero también permite alianzas de clase articulando la experiencia de la informalidad
Críticamente, esta perspectiva [la "economía popular con mercados"] alinea fuerzas productivas y capital del mismo lado de la frontera, en la medida en que ambos experimentan las consecuencias perniciosas de vivir a espaldas de la economía formal. Politizar la experiencia del lado oscuro de esta economía abre la posibilidad de conjurar alianzas de clase entre productores agrarios en la miseria, trabajadores rur-urbanos en condiciones de precariedad, emprendedores que no pueden despegar, pequeños empresarios ahogados por la deuda y el crimen, y empresarios con relaciones grises con la economía formal cuyas posibilidades de subsistir se ven limitadas ante el avance de la regulación.
Rodrigo Barrenechea nos hizo notar hace pocos días que el proyecto político de Pedro Castillo es populista. Indudablemente, al mobilizar un discurso polarizador que traza una línea clara entre un “nosotros” y un “ellos”, Castillo capitaliza el descontento de los excluidos. Sin embargo, considero que dentro de estas líneas divisorias existe lugar para articular las alianzas de clase que requieren alternativas de ancha base. Parto de la idea de que los populismos, si bien se construyen sobre divisiones, movilizan afectos que enhebran una articulación densa de oportunidades arrebatadas y promesas incumplidas.
Estados Unidos es un claro ejemplo de ello: expresión de un populismo en donde la blancura fue el vínculo que facilitó la alianza entre pobres y ricos. El sentido revanchista de ese populismo se cimentó en un destino manifiesto, pero negado, en la medida en que los discursos de supremacía blanca integran la conquista de la frontera, los privilegios en la acumulación de riqueza, la degradación de población no blanca, entre otros. En suma, sugiero que la diferencia de clase es necesaria pero insuficiente para generar la alianza de amplia base que una apuesta populista necesita, y que esta alianza se construye sobre una identidad entretejida que condensa ideas sobre lo que el pueblo merece, pero carece. El caso de Castillo, me parece, ilustra una forma de armar estas alianzas, pero siguiendo un hilo poco explorado: la informalidad.
El “pueblo” que el discurso de Perú Libre construye también elabora múltiples formas de experimentar promesas de desarrollo incumplidas. Pero su estrategia no expresa una sumatoria de identidades excluidas, sino que las engarza en el marco de una narrativa histórica común. Ahí donde la izquierda progresista buscó visibilizar la diferencia para construir un discurso de derechos, por ejemplo, en relación a las diversidades sexuales y a los derechos laborales, Perú Libre ofreció una interpretación de raíz a las variadas experiencias de la exclusión: la condición neocolonial. La formula es reminiscente de las estrategias de Correa y Morales en Ecuador y Bolivia, respectivamente, ambas reconocidas como influencias en el ideario de Perú Libre. La condición de neocolonial invoca una posición subalterna en el orden geopolítico de la economía globalizada. Denuncia a los flujos transnacionales del capital como celadores de la participación en el mercado, flujos que empoderan a una élite económica nacional que no invierte en el país, generando inevitablemente circuitos periféricos que no participan de la economía formal.
Desde esta lógica, la línea divisoria que traza Perú Libre opone dos formas de participar en el mercado. La de un capital transnacional y saqueador, pero legítimo y protegido por el orden legal e institucional vigente, del cual las élites corporativas nacionales son cómplices, y la de un capital local desconectado sin poder articularse a circuitos de generación de riqueza, y deprimido, por no poder competir en igualdad de condiciones. Invocar al estado como regulador efectivo, en esa lógica, tiene por fin equilibrar estas relaciones de mercado, diagnosticadas como asimétricas, explotadoras y marginalizadoras. La respuesta política de Perú Libre reacciona a la que identifica como una demanda popular por una articulación masiva al mercado -respuesta que denominan “economía popular con mercados”. Críticamente, esta perspectiva alinea fuerzas productivas y capital del mismo lado de la frontera, en la medida en que ambos experimentan las consecuencias perniciosas de vivir a espaldas de la economía formal. Politizar la experiencia del lado oscuro de esta economía abre la posibilidad de conjurar alianzas de clase entre productores agrarios en la miseria, trabajadores rur-urbanos en condiciones de precariedad, emprendedores que no pueden despegar, pequeños empresarios ahogados por la deuda y el crimen, y empresarios con relaciones grises con la economía formal cuyas posibilidades de subsistir se ven limitadas ante el avance de la regulación.
Teniendo esto en mente, con Perú Libre vemos el despliegue de un populismo de la informalidad. En sus expresiones más benévolas, el populismo de los informales expresa una urgencia por revitalizar la microeconomía y articularla a circuitos regionales de producción con inversión de capital nacional. Para lograrlo busca recuperar el control sobre recursos estratégicos que energicen el desarrollo industrial, pues la naturaleza, entendida como medio de producción, ofrece el enlace para la alianza de clase entre trabajadores y capital. Estos sueños de soberanía energética que se tejen sobre la reapropiación del gas y los hidrocarburos, un anhelo con profundo arraigo en los estados andinos, tienen más de sentido estratégico que de politiquería, como suelen ser descartados. Y al enlazar las fuentes energéticas con la promoción de industrias situadas en los Andes, iluminan una visión de desarrollo que perturba los paisajes imaginados de la ruralidad, canalizados por los otros contendores políticos.
Por un lado, los de una derecha conservadora que ofrece la dupla formalización – asistencia como medidas de articulación al mercado. Una perspectiva angosta que reduce a un tema de derechos de propiedad la que tendría que ser una transformación profunda del ecosistema productivo, los nulos flujos de inversión en zonas castigadas por la banca, entre otras medidas. Y por otro lado, los de una izquierda progresista que apostó por una mirada agraria y ecológica a los problemas rurales, resaltando la necesidad de invertir en la agricultura familiar y tratar los problemas del minifundio. Lo que la visión de Perú Libre demuestra es que una visión de desarrollo agrario disociada de una fórmula de desarrollo económico regional genera limitado impacto, en términos electorales. Hay aquí también una disonancia alarmante sobre el uso de los recursos naturales para el desarrollo de capital nacional. El ideario de Perú Libre opone lo que denomina “extractivismo sostenible” ante el que califica como un extractivismo neoliberal, irresponsable e insostenible. La línea divisoria con la izquierda progresista es mucho más nítida en esta dimensión: “Debemos poner en claro la lucha contra el ecologismo oenegero o el medioambientalismo fundamentalista, que creen que superar el extractivismo es dejar de aprovechar nuestros recursos naturales no renovables” (p. 34). Como investigadora de la minería informal y su situación en el marco de acuerdos políticos, encuentro que la crítica al extractivismo como agenda política, encuentra serias limitaciones para recoger las crecientes demandas de pequeños emprendedores que pugnan por ocupar un lugar legítimo en la generación de riqueza. Dejo mi crítica a la vida política del extractivismo para otro comentario.
En sus expresiones más perversas, un populismo de los informales abre la puerta a alianzas dudosas con formas de hacer empresa que se desarrollan a costa de la seguridad, la calidad de servicios, inclusive podría decirse, la vida. Sugerir el desmantelamiento de la Autoridad de Transporte Urbano y cuestionar el trabajo de la SUNEDU dejan en entredicho el nocivo impacto de los grupos empresariales que se han beneficiado de un mercado desregulado. En una paradoja de la vida moderna del Perú, Pedro Castillo estaría defendiendo a los hijos del neoliberalismo, ese mal que denuncia como la principal fuente de la precarización de la vida económica nacional. Pero estas expresiones son reveladoras de los entretelones de su estrategia: en su intento por construir una alianza populista de ancha base parece haber optado por cortejar al empresariado informal. En la medida en que busque dar una alternativa legalista al capital informal desde la desregulación de procesos y el relajamiento de estándares (incluyendo los ambientales), todas prácticas con guiños neoliberales, la apuesta populista de los informales pone en riesgo a instituciones jurídicas, regulatorias y de vigilancia. Las recientes declaraciones ofrecidas por Castillo sugiriendo la desactivación de la Defensoría del Pueblo y cuestionando la viabilidad del Tribunal Constitucional me hacen pensar en ese sentido.
¿Cómo negociar con este populismo? ¿Qué pactos permitirían garantizar un mínimo de condiciones de gobernabilidad sin desarticular el aparato público? Creo que un primer paso es tomar su proyecto político en serio y cuestionarlo en el debate de las ideas. Me parece que Pedro Castillo y Perú Libre expresan una vocación al debate, no solo por la trayectoria del primero como representante del magisterio, sino también por el proceso de aprendizaje que transpira el ideario del partido. Que no quieran debatir con medios de comunicación que consideran meras extensiones ideológicas del capital de las élites, aunque no deja de ser preocupante, me parece, no cancela su postura a recoger las preocupaciones del pueblo que dice representar. Es momento de que ese pueblo hable, lo interpele y lo empuje a una forma de gobierno no autoritaria. Desde esta perspectiva, avanzo con una crítica sobre el carácter de desarrollo institucional fragmentado que está defendiendo Perú Libre: resulta profundamente incoherente invocar al fortalecimiento del Estado para el desarrollo económico, mientras al mismo tiempo se quieren apuñalar las instituciones públicas que garantizan la protección de derechos. Esa estrategia ya la conocemos. La vivimos desde 1993 y curar esa herida en el tejido del estado resulta todavía una tarea crítica.
Que las preguntas incisivas que tengan que responder Castillo y Perú Libre en estas semanas nos sirvan para inscribir compromisos claros con la gobernabilidad del país.