Aún escuchábamos los ecos de miles de peruanos entonando “Contigo Perú” en Rusia, cuando las voces de la corruptela en el Consejo Nacional de la Magistratura se abrieron paso. La ciudadanía en las calles vistió la camiseta de la selección y las arengas contra la corrupción se revigorizaron con las barras mundialistas. Ciertamente el fútbol ofrece un marco reflexivo para redescubrir las virtudes cívicas de la peruanidad, contraponiendo el trabajo honesto del seleccionado al manejo ruin de intereses privados en la administración de justicia. 

Pero, así como el fútbol nos ayuda a ver la realidad desde renovados e inspirados lentes, los mismos nos deben servir ahora para interpelar al futbol. Los recientes audios que sugieren la vinculación entre el presidente de la Federación Peruana de Fútbol, Edwin Oviedo, con la corrupción en el sistema judicial, nos plantean una cancha importante en donde también debemos jugar el partido por la república. Porque el fútbol no solo reproduce en una escala menor lo que ocurre en la sociedad: también moldea nuestras sensibilidades, identidades y, en última instancia, nuestros valores como nación. 

El episodio Oviedo preocupa porque, en primer lugar, sugiere el retorno de una cultura caudillista en las dirigencias deportivas que, puesta en práctica, podría amenazar la sostenibilidad de los avances conquistados. Estamos ante un caso en donde los deseos de un dirigente supeditan el norte institucional, una practica que nos ha acompañado a lo largo de nuestra historia futbolística, con preocupantes semejanzas en nuestra historia republicana. El cacique, el gran señor, el generoso empresario o el apasionado general son algunas de las modalidades en las que la figura del “patrón” ha acompañado la constitución del campo del fútbol profesional en el país, resultando en un sistema de gobierno débil, pues los logros deportivos, si lo hay, carecen de sostenibilidad en el largo plazo al estar íntimamente asociados a la agenda del individuo. Una detallada elaboración de este argumento se encuentra en “El otro partido. La disputa por el gobierno del fútbol peruano”, escrito junto con mis colegas Aldo Panfichi, Noelia Chávez y Sergio Saravia. 

En segundo lugar, el episodio preocupa por cómo se posiciona la figura de ‘nosotros, los emergentes’ (sic) en el sentido común. La descripción como provincianos con visión empresarial y exitosos, reproducida en el audio, queda reducida a una mera caricatura para limpiar la popularidad de un dirigente amenazado por la ley. Un tono similar a las defensas de Joaquin ‘cholo chambeador’ Ramírez y Cesar ‘para algunos es malo que un provinciano estudie’ Acuña. Esta peligrosa retórica busca interpelar al migrante emprendedor, recordándole su posición subalterna en una sociedad altamente discriminadora. Mientras la selección nacional de futbol recupera un mensaje positivo de la diversidad en donde el talento y el trabajo duro son la formula ganadora en condiciones de equidad y respeto, un sector coludido con la corrupción trata de plantear un mensaje homogeneizador hacia abajo, en donde la falta de oportunidades justifica el ilícito. 

La selección ha abierto un derrotero de justificada esperanza en donde es posible imaginarnos como peruanas y peruanos poseedores de virtud, donde la cultura de la mediocridad, el personalismo y el delito quedan condenados al pasado. Por primera vez en muchos años, el nacionalismo fácil y sensiblero articulado alrededor del fenecido “sí se puede” se llena de contenido cívico. En la resaca del mundial, nos encontramos ante una difícil prueba que nos obliga a pensar si el blanco y rojo son efectivamente nuestros verdaderos colores. 


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